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“Yo soy el Pan de Vida”

(En Familia Nº 45, setiembre 2010 )


Redefinir la Misión

“La dignidad de la persona es Dios que se hace hombre”.

Todavía está fuertemente impresa en nosotros la convicción de que educar y evangelizar es llevar a los otros lo que no tienen. Desde esta perspectiva pretendemos que los otros cambien, que se conviertan a nuestras convicciones, que sean como nosotros y crean como nosotros.

Sin embargo las palabras del ángel cuando buscan al Resucitado tienen otra perspectiva: “No está aquí, lo encontrarán en Galilea, en medio de la gente, está en cada uno, allí les precederá”. No lo tenemos nosotros, no es propiedad nuestra, se encuentra en medio de la gente y allí nos precede antes de que lleguemos.

La Misión, la evangelización no consiste en trasmitir a los otros la buena noticia de la cual somos los dueños; más bien es un acto de amor y de esperanza. Consiste en ir con esperanza y respeto a los demás para descubrir con ellos, en su concreta situación de vida, en el corazón de su propia existencia los pasos del Resucitado que siempre nos precede, que está ya en todos los corazones de incógnito. No llevamos ninguna buena noticia sino una palabra y una actitud que invitan a descubrir y a reconocer lo que ha sido dado secretamente a cada uno.

No nos acercamos a los otros para llevarles lo que les falta sino para reconocer con ellos la presencia del Resucitado y recibir de ellos el testimonio del actuar de Dios en sus vidas. La evangelización y la educación son siempre recíprocas. ¿Pero cómo entrar en este movimiento de evangelizarnos recíprocamente?

Dos son los desafíos: arriesgarse a ponerse en el lugar del otro y meterse en el proceso de su vida. En nuestras organizaciones todo está dispuesto para que vengan a nosotros. ¿No será que tenemos que cambiar de perspectiva: no tanto recibir al otro, sino dejarse acoger y recibir por el otro confiándonos plenamente en su capacidad de acogida y de desarrollo? El Evangelio más bien nos invita al riesgo de ser recibidos por el otro. Jesús no tenía un lugar donde reposar su cabeza, quedaba donde lo recibían. Por lo tanto educar y evangelizar comienzan por hacer el honor al otro, de confiar en él, en sus capacidades y posibilidades; consiste en ir a los que están más lejos de nuestras normas éticas. Arriesgando ser recibidos por los otros quedaremos muchas veces, sin duda, sorprendidos de su capacidad de recibir la buena nueva. Ésta ha sido la experiencia de Jesús cuando exclama: “Nunca vi una fe tan grande en Israel”. Más concretamente todavía, aceptar el riesgo de ser recibido en casa del otro significa entrar en la situación de vida por la que está pasando en ese momento. La primera capacidad del educador y del evangelizador es mezclarse en la vida real de los hombres, de interesarse por lo que les está pasando, de poder hablar de cosas en común, de dejarse incluso interrogar por ellos. No puede haber proceso educativo, ni proceso de fe sin este diálogo cordial y afectivo con cualquiera sobre lo que hace y lo que hará con su propia vida. Sin capacidad para leer la conciencia y las emociones de cada uno será imposible conectar con la vida real, establecer lazos, lograr adhesiones.

Se dice que nuestros contemporáneos son indiferentes al discurso cristiano, al discurso de la fe. ¿No será que nosotros, los cristianos, somos indiferentes a cuanto los demás viven, sienten, incapaces de conversar con ellos sobre lo que les pasa, sobre lo que les apasiona en su existencia, en su trabajo, sobre sus relaciones?

Lo primero que necesitamos es suspender el juicio y el enjuiciamiento sobre los demás, el deseo de control. En segundo lugar conocer el horizonte simbólico: emociones, imágenes, sonidos, expresiones, manifestaciones a través de las cuales buscan el sentido de su vida. Sin empatía y sin capacidad de leer las emociones es imposible construir algo juntos. Si no somos capaces de leer nuestras propias emociones, viviremos en medio de la violencia y la confrontación. Dios actúa en el corazón, está en el corazón de las personas. No lo olvidemos: educar la fe es ante todo educar la conciencia y el corazón; educar los afectos y los vínculos, clarificar en el diálogo, pues, en último término, la fe es adhesión a las personas, a la comunidad y a la persona de Jesús.

Hno. Aurelio Arreba
Director


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