“El ángel dijo a los pastores: No teman, les traigo una buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en Belén, les ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc. 2,10-12).
La aparición de Jesús entre los hombres es la luz que brilla en medio de las tinieblas, de la desesperanza; es gracia, compañía, experiencia de que alguien se hace cargo de nosotros y se interesa por nuestra vida. Es una gracia que nos salva y nos enseña. Es una visita de perfil bajo, sin ruido, sin protagonismo y sin imponerse, más bien se dispone para acompañar al que se deja. La fuerza de esta historia y de la fe en ella radicará siempre en la debilidad: la gruta, el pesebre, los pastores, la noche estrellada, algunos nobles animales que acompañan el frío del establo, una mujer y su esposo asustados y desposeídos de todo poder acompañan a Jesús. Nada de ostentación o escaparate, nada de vender imagen, solamente disponibilidad y servicio.
De generación en generación esta noche ha sido consagrada para la contemplación de esta historia y de este hecho insólito en cualquier creencia y cultura. Innumerables sentimientos, recuerdos y afectos se agolpan en el corazón de los creyentes y no creyentes. Celebramos el nacimiento de Jesús en Belén. La humanidad convertida en madre pobre y desconcertada recibe en sus brazos, de noche, a un niño, que despeja las tiniebla y enciende la esperanza, al niño que al crecer pasará haciendo el bien hasta que lo saquen de este mundo por molestar y trastocar el interés de los poderosos. Pero continúa vivo porque su empresa era y es de reservado interés del Padre Dios a favor de la humanidad.
Esta historia que continúa podría describirse como la historia de los seres humanos caminando hacia la patria trinitaria, hacia el seno de la familia que nos acoge y sostiene: la Familia de Belén, la del exilio en Egipto, la de la vida oculta en Nazaret, la de todos y cada uno de los seres humanos, la que logramos formar para hacer la vida más noble y en definitiva de la Familia Trinitaria; la del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que son el origen, desarrollo y meta de nuestro caminar.
Partiendo de la situación de cada ser humano, de aquella en la cual cada uno se encuentra, llevamos en nuestros deseos más íntimos y profundos la necesidad y la esperanza de encontrar el reposo, el descanso, la familia y la patria que nos ofrezcan los cielos nuevos y la tierra nueva; la extrañeza del Amor. Esta extrañeza del Amor, de la compañía, de la hermanación y de la ilusión es la que Jesús nos viene a ofrecer en Belén.
Hay un relato de los Hassidim, sabios hebreos dispersos en el destierro, que nos describe bien esta historia y camino hacia la patria trinitaria:
“Un hombre inspirado por Dios peregrinó por el gran vacío hasta llegar a la puerta del misterio. Llegó y llamó a la puerta: “¿Qué es lo que buscas?”, le preguntó la Voz. Respondió: “Buscaba una tierra, una tierra hermosa, donde no faltase el pan y el trabajo: ¡la tierra del cielo! Buscaba una tierra, una tierra muy hermosa, donde no hubiera ni dolor ni miseria, ¡la tierra del cielo! Buscando esa tierra tan hermosa, llegué a llamar, rezando y llorando a la puerta del cielo... ¡Vete, vete porque YO me he escondido entre los pobres. Buscando esa tierra, esa tierra tan hermosa, encontré la puerta del cielo, la patria deseada”.
La continuidad de esta historia nos exige que cada uno la siga contando con su vida ante todos los que vaya encontrando en el camino. El relato contagia otro relato: hacerlo aquí en este mundo, no en otra parte; hoy, no mañana, con nuestra gente, más allá de la palabra en la historia vivida del amor fraterno, de la hospitalidad, del buen trato en donde se abre el umbral del misterio y de la fe.
Hno. Aurelio Arreba
Director
