No es fácil darse cuenta de lo que suponen 120 años de un acontecimiento histórico, y mucho menos cuando ese acontecimiento ha supuesto una realidad que la vemos pujante y vigorosa, teniendo en cuenta los inicios inciertos y sencillos.
Los fundadores, eran hombres comunes como nosotros, con sus dudas y temores, su entusiasmo y su dedicación al trabajo, y, sobre todo, convencidos de un ideal de vida y de acción que les llevó a lograr lo que lograron. Sin duda que hubo mucho de audacia, pero mucho más de fe en el proyecto que les encomendaba el Instituto, que era equiparable a la voluntad de Dios.
La carta que el Superior General, Hno. Amadeo, les entrega al salir para América es una guía para su labor y un plan personal y comunitario de vida. Se les pide, nada menos, que ser santos, pues la tarea lo exige y es la condición necesaria para que la misión que comienzan tenga éxito y esté en los planes de Dios. El Hno. Amadeo les aclara que también existe una respuesta y un envío: vienen en nombre del Instituto para educar y hacer de los alumnos que se les confíen: “buenos ciudadanos para la sociedad y buenos cristianos para la Iglesia”. Y la pregunta surge instantáneamente: ¿estarán a la altura de las circunstancias? No es una pregunta de duda sino de reflexión.
Junto a esta reflexión del Hno. Amadeo están las recomendaciones para que el colegio sea una obra de acuerdo con el carisma del Instituto: que sea sencillo, sobrio, limpio y acogedor; en definitiva, que las familias se sientan como en su propia casa.
El desafío valía la pena. No eran los méritos personales ni el deseo de prestigio social lo que movía aquella obra y a aquellos hombres, era el convencimiento de que estaban dentro de los planes de Dios y al servicio de un ideal trascendente en la siempre difícil pero maravillosa vocación de educadores.
Quizás, con todo lo bueno que se tiene actualmente no se han logrado mantener determinados valores que hicieran mirar más allá del horizonte sabiendo que lo terrenal no es eterno, y que la capacidad de sacrificarse por el otro no es una utopía absurda sino el núcleo del valor de sentirse humano.
Nuestra sociedad carece de todo lo que supone cercenar determinados caprichos, a los que se llama derechos, para ser capaces de levantar la mirada hacia los que nos rodean. Ser conscientes que lo mío vale tanto en cuanto es bueno para los otros, que no podemos exigir lo que no damos, y que no se puede caminar si nadie se arriesga a dar el primer paso.
A lo largo de estos 120 años han pasado por las aulas de este colegio unos 250 Hermanos de varias nacionalidades, también cientos de maestros y profesores y decenas de miles de alumnos que se encuentran diseminados por todas las ciudades, pueblos y campos del país. Difícil, casi imposible, será encontrar algún lugar de Uruguay donde no haya alguna persona que estuvo en la Sagrada Familia.
Y en esta dilatada historia de tiempo y de vida, hemos tenido hombres que han jalonado la vida del colegio con su quehacer docente y su carisma personal en la conducción del colegio, como también su reconocimiento público y su valía de prestigio en la educación. Quiero nombrar a H.D. (Hno. Damasceno), Pedro Martín (Hno. Arsenio), Eduardo Manillier (Hno. Marcial) Leonardo Bernasconi (Hno. Elías) y otros muchos recordados por sucesivas generaciones. Y presente entre nosotros, con sus casi 94 años, el Hno. Victorino Izquierdo, cuyo nombre traerá multitud de recuerdos a miles de ex-alumnos.
Quizá, el celebrar hoy los 120 años de la llegada de los Hermanos de la Sagrada Familia, nos sirva para preguntarnos si estamos en esta misma senda y con estas mismas motivaciones.
Hno. José María de la Fuente
