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¡Hasta siempre, amigos!

(En Familia Nº 38, diciembre 2008 )


El Pesebre Navideño: Casa, Pan y Palabra

“El que es la Palabra habitó entre nosotros y fue como uno de nosotros”.
(Jn. 1,14)

La experiencia de la Navidad, la fiesta de la Navidad es fuente esencial de nuestra fe, de nuestro proceso humano, de nuestro origen, camino y meta. Tanto cuanto tengamos incorporada esta experiencia, con todas sus consecuencias y proyecciones, tal será la calidad de nuestra vida y por lo tanto de la historia humana.
Pero como acontece con las dimensiones fundamentales de la existencia humana, generalmente son las más olvidadas y no porque no sepamos de su importancia sino porque no lo asumimos como algo de vital incidencia.
Les invito este año únicamente a “armar el pesebre y a contemplarlo”. Contemplar al niño con José y María, contemplar ese lugar, ese acontecimiento doblemente milenario, esa familia, ese hogar, esa casa, esa escuela, ese taller de vida humana.
El “pesebre navideño” se presenta verdaderamente como el seno-familia-casa-pan y Palabra adorablemente trascendente en el que habitan y se afirman todas las realidades y situaciones humanas.
En un mundo, donde la exigencia más fuerte parece ser la de la “búsqueda de sentido”, es decir, de un significado profundo de la empresa personal y colectiva de hacernos seres humanos, que dé a los hombres el “coraje de existir”; “el pesebre navideño” se ofrece entonces como la buena nueva, la compañía de nuestro presente que da fuerza al peregrinar, la memoria de nuestros orígenes que nos hace sentir arraigados y fundamentados en el amor.
En este “pesebre navideño”, Dios revela un rostro que podríamos llamar maternal; su amor tierno y envolvente evoca el amor “visceral, del seno” de la madre.
“Sión ha dicho: el Señor me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Acaso se olvida una madre de su criatura hasta no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Aunque esas mujeres se olvidasen, yo no te olvidaré.” (Isaías 49,14)
Esta divina maternidad resplandece en María, la criatura que por encima de todas las demás se hizo “seno acogedor”, dejándose cubrir por el Espíritu, hasta concebir en sí misma al Hijo de Dios en la carne y dárselo al mundo. En María se manifiesta en plenitud el cariño infinito del amor divino a los hombres; en su maternidad temporal se nos narra la eterna maternidad del amor de Dios.
El otro personaje del pesebre, más callado, es el prototipo de la actitud contemplativa, del que se deja envolver por el Misterio, el silencio, la inmensidad... San José “es el silencio que cuida a la Palabra encarnada”. En su muda meditación, en su silencio obedeció a lo incomprensible y así Dios se hizo hombre. Así es nuestra vida: gracias al silencio y la comprensión de los otros nacemos y crecemos; nos sostienen.
Envuelta en la ternura del amor navideño, la historia tiene por lo tanto un sentido fuerte y profundo: lo mismo que “un niño en el seno de su madre, vive preparándose para el nacimiento eterno”.
Es el pobre, sencillo y olvidado “pesebre navideño” el que sostiene el afán y llena ya el corazón de confianza y de gozo. Es la fuerza y la medida del amor, para que el empeño de cada día sea capaz de “organizar la esperanza” y los días se alimenten de las obras de justicia y de paz...

“Para los que el día no comienza en donde acaba otro día y a los que ninguna aurora encuentra en donde los dejó el atardecer”. (K. Gibrán)

Feliz Navidad

Hno. Aurelio Arreba
Director


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