Estas primeras palabras de la Biblia son esa presencia orientadora, referente imprescindible y seguro del desarrollo humano y la certeza de una compañía
generadora y transformadora que es el Espíritu de Dios. El Espíritu de Dios es la compañía que asegura toda nuestra vida. Somos barro
animado por el Espíritu de Dios. Cada día vivimos y compartimos experiencias de todo tipo. Nos encontramos con las necesidades más perentorias
propias y ajenas. Con un mundo convulsionado y caótico donde las tinieblas parecen cubrir todas las luces. Cuando el desorden, el caos, la angustia nos ganan
cómo extrañamos la paz y la compañía hospitalaria. Cuando la hostilidad está a flor de piel cuánto más se aprecia el
gesto hospitalario. Cuando la vida se nos tuerce y no va en el sentido que queríamos o habíamos previsto, generalmente nos confundimos, nos asaltan
dudas, inseguridades. Buscamos dónde y con quién orientarnos. La búsqueda es casi una reacción humana básica. Se nos hace
difícil vivir sin referentes a no ser que nos dediquemos a mal vivir. Sin esos referentes nos perdemos. Cuando no los vemos miramos alrededor e intentamos ver
quién es la persona adecuada, el gesto salvador, la atención que alivia las heridas. La hospitalidad compartida, la certeza de la presencia, de la
palabra orientadora, de la compaña incondicional es la salvación. Estos gestos, hoy especialmente, hacen presente al Espíritu Santo que aletea
siempre sobre cualquier caos. El que acompaña, el hospitalario, el que está y permanece al lado es referente hoy del Espíritu Santo. El que
orienta, refiere, indica, ilumina y discierne ante el caos que abunda; hace presente al Espíritu de Dios. El que alienta, sostiene y anima la vida, la cultura
y la esperanza es gesto que expresa la presencia transformadora del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es la certeza de la compañía creadora y transformadora que hoy se prolonga en tantos y tantas personas que se dejan mover por su
fuerza.