animación del escudo del colegio y el lema de la congregación
“Quijotadas, quijotadas”
De Solange Alicia Suárez
(Primer premio del concurso literario “400 años del primer Quijote”)
En una de esas tardes de otoño, cuando los árboles desnudan sus
enramadas a los caprichos del viento, la nostalgia se vuelve un duende inquieto
y los recuerdos juegan a sus anchas, el Barón de Santa Marta, resbaló
al subir las escaleras de su casa, se golpeó rudamente en la cabeza
y cayó de bruces...
...Allí venían: serenos, altivos y fantásticos; con la
mirada absorta en la maravilla de aquel boscaje que columbraban a lontananza,
y las pupilas galvanizadas por el lampo del aquel sol que atardecía
su inmensidad iridiscente sobre la ciudad del sueño y las contorsiones.
Habían emergido del mar; habían emergido del mar como centellas
a caballo, inflamadas de ímpetu y de gloria. La noche de todos los
tiempos se había desmayado sobre sus cabezas con un misterio alucinógeno
e inexplicable; y sus huellas, como improntas de fuego, vagabundeaban sobre
las húmedas y trigueñas arenas de la playa, donde el balsámico
viento del crepúsculo, le arrebata la sal a las duras y oscuras rocas
de la lejanía.
Desde una de las escaleras de la rambla, una pareja de enamorados los miraba
con asombro y con espanto. Eran extraños, raros, sobrenaturales, tal
vez, un par de desquiciados. Los miraron, sí, durante largo rato y
rieron hasta sentir espasmos en el estómago; empero, la puntiaguda
lanza del extraño pareció cobrar vida con un decrépito
haz de luz, y la divertida pareja huyó de la rambla como asediada por
el mismo diablo.
...Venían mojados hasta el alma, con las alforjas llenas de arena y
restos de sal en los zapatos, y una terrible desorientación hincada
en sus expectativas al hallarse, sin quererlo, frente al semáforo de
la cuadra.
Los autos, que como terribles monstruos mecánicos estallaban sus tambores
de rabia y velocidad, corrían unos tras otros con sagacidad y tormento
y sacaban chispas de las ardientes calles, alteraron el rumbo al percatarse
de aquellos personajes extraños que sin comprender ni un átomo,
giraban la cabeza en todas direcciones y exclamaban interjecciones inteligibles.
De pronto, las calles se encontraron despojadas de toda máquina a motor,
yermas como el recoveco más inhóspito de la tierra, y los intrépidos
aventureros pudieron cruzar holgadamente hasta el parque de atracciones mecánicas.
...Este era una vocinglería inflamada de gentes que iban, venían,
regresaban y volvían a partir en diferentes direcciones despojadas
de toda inquietud y preocupación. Las luces de colores y los íconos
fluorescentes engalanaban las atracciones mecánicas. Los caballitos
verdes volaban con alas de murciélago trasnochador, los carritos chocaban
atraídos por fuerza magnética, y el tren cito restallaba un
sin fin de campanadas pueriles de asonancia asimétrica. Los carruseles
parecían vorágines vertiginosas, rápidas, raudas, prestas,
y el vendedor de manzanas acarameladas, envuelto en un velo de marasmo, maldecía
la suela desgastada de sus viejos zapatos oscuros.
Pero ellos iban caminando con las pupilas dilatadas al máximo en medio
de aquel estruendo inusual y novedoso, y en sus ojos ancestral es y lejanos,
el asombro se escapaba a hurtadillas, flagrante y decidido cual denodado aventurero
del atardecer.
Discúlpeme usted, buen hombre, ¿es acaso, su señor el
dueño de éstas tierras encantadas? - preguntó el extraño
enjuto al joven de la boletería que no despegaba los ojos de aquel
viejo caballo ni de aquella mula regordeta.
- ¿Qué cosa?
- ¿Cuál es su gracia?
- ¿Mi qué?
- Sí, su gracia...
El muchacho notoriamente exaltado, los miró de abajo a arriba y luego
de acusar sus atuendos de forma peyorativa les dijo:
- Sabrá Dios de cuál manicomio habrán salido, par de
dementes, pero si no abandonan el parque en tres minutos, de mi cuenta corre
que esta noche duerman envueltos en un chaleco de fuerza sobre un incómodo
banco de comisaría.
- ¡¿Cómo ha dicho usted?!
- ¡Que se larguen o llamo a la policía! ¡Están espantando
a los niños! -
exclamó colérico el joven al tiempo que señalaba con
sus dedos un pequeño grupo de niños que miraban con temor aquella
escena tan singular.
- ¡Carnaval es en febrero!
Sin comprender ni una sola palabra, los desorientados aventureros continuaron
su travesía. Todos se daban vuelta a mirarlos y los que no les cedían
el paso se burlaban con alevosía y liviandad.
- ¡Mira!- exclamó el enjuto al tiempo que hacía rayar
su caballo y su compañero detenía la marcha con incertidumbre-
¡una jauría de piratas montados en una piragua alada!. ¡Bellacos!.
¡Han invadido los alcázares del cielo! ¡Diantre! ...¡Pronto!.
¡EL rey y su mesnada!. ¡Atacarán a traición! ¡Aleves!
¡La cohorte! ...¡Dulcinea está en la almena!... ¡Primero
pierdo yo mi señorío que permitir que…!-
- ¡Habría de darle vergüenza! - exclamó una señora
- ¡Todavía no dan las
siete de la tarde y usted se cae de borracho!. ¡Indecente!
Pretendía el extraño arremeter contra él tropel de piratas
voladores, cuando súbitamente, sus ojos se galvanizaron misteriosamente
y un nuevo grito de asombro y de valentía escapó por sus labios
delgados.
- ¡Mira!. ¡Gigantes!. ¡Gigantes que comen gente!.
- No, mi señor, es una rueda del tamaño del mundo.
- ¡Pamplinas!. ¡Es un gigante!. - exclamó desbordado de
ímpetu; y clavando una cuarta de hierro en los ijares de su animal,
acometió contra aquel monstruo circular, con su lanza fulgente en posición
de ataque y los ojos fosfóricos de valor.
Un solo minuto bastó para que el enjuto saliese despedido por los aires
y cayera, luego de un centenar de contorsiones imponentes, sobre los vallares
que defienden la Rueda Gigante. Su compañero que a su lado permanecía
inmóvil cual estatua de alabastro, lo ayudó a desengancharse
de la maraña de rejas coloridas y le devolvió su lanza partida
en tres pedazos.
- ...Todo esto es muy raro... Piratas que vuelan, gigantes de viento, pulpos
que arrojan infelices a los aires, niños comiendo pelusas rosadas...
¿A dónde está mi ungüento? - exclamó con
un resuello ecuestre- ¿En dónde estamos, Sancho?
- En el tiempo de las quijotadas, mi señor...
Con un rudo chichón en la cabeza, el Barón de Santa Marta se
despertó
sobresaltado, miró a su mujer y le dijo:
- Altagracia, soñé que era el Quijote de la Mancha.
- Te creo... yo, hace tres noches, soñé que era Ofelia... -
y terminó de arreglar su corona de flores.