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Hasta siempre


Hoy el Hno. José María de la Fuente regresó a España, luego de más de 50 años de haber salido de su país.

En todas estas décadas en estas tierras y, en particular en nuestro colegio, deja una impronta de rectitud, respeto y bonhomía, seguramente heredada de sus predecesores y a la que honró a cabalidad.

Su trabajo, siempre dedicado a los niños y “formando santos para el Cielo”, como decía el Hno. Gabriel, es su legado.

Los que lo conocimos y trabajamos con él, damos gracias a Dios por haberlo puesto en nuestro camino.

En estas últimas semanas, acorde a su forma de ser, fraternal y de bajo perfil, se estuvo despidiendo personalmente de todos nosotros.
Y, aunque a partir de ahora estará a muchos quilómetros de distancia, sabemos que podemos contar con él y con sus oraciones por nosotros.

El siguiente texto fue escrito por el Hno. José María en ocasión de festejar sus 50 años de Hermano y, a pedido de él, lo publicamos a forma de despedida.

La palabra es un hermoso don que permite expresarnos, transmitir pensamientos y, en ocasiones, los sentimientos. Son algunas posibilidades, pero, también, son límites y fronteras ya que, con frecuencia, resulta imposible transmitir por medio de ella la totalidad de lo sentido, la plenitud de lo vivido, la profundidad de lo sufrido y la grandeza de lo gozado.

Sintiendo con fuerza esta dificultad, quisiera que mis palabras de hoy fueran puentes, palabras generadoras de encuentro; desearía que fueran palabras agradecidas que broten del corazón y lleguen al corazón, rasgando, en cuanto sea posible, el velo de la indiferencia o la costumbre.

Hoy me corresponde dar gracias. Es una tarea diaria que debo ejercitar en cada instante de la vida. Dar gracias a Dios por la existencia, por la hermosa aventura de la vida que, no obstante sus dificultades y dolores, es un prodigio, un milagro, un misterio, una maravilla que se renueva más allá de lo imaginable y, ciertamente, más allá de cualquier merecimiento.

Necesito imperiosamente agradecer a mi familia; lo que tengo de bueno es su mérito, siempre estuvo conmigo y a mi lado, a pesar de los quilómetros, pues no toda distancia es ausencia ni todo silencio olvido. Mi familia siempre está en las entretelas de mi alma. Me regaló la fe católica; a lo largo de los días me dio lo que más importaba: el cariño, el respeto, la austeridad, la compasión, la coherencia, ser agradecido, tratar de ser buena persona y buen cristiano católico. En ti, Señor, buen pagador, encontrarán su recompensa.

Gracias por la fe que llena la vida de luz y le da sentido trascendente; por la fe que es encuentro, regalo y ternura. La fe que recibí en mi hogar, día a día y sin estridencias, en el lento goteo de gestos, palabras y coherencias.

Eran épocas en que la fe era mucho más fuerte y cotidiana que ahora; estaba en las calles, en la escuela, en los paisanos de Piñel, desde el amanecer hasta la noche. Los repiques de las campanas nos acercaban la presencia de Dios a lo largo del día: toque para el ángelus, Misa, rosario, toque de ánimas, etc, jalonaban la jornada pública y sus quehaceres. En la casa la bendición de la mesa, el rosario, la visita de la imagen de la Virgen María, el saludo en la casa de la vecina:”Ave, María, purísima. Sin pecado concebida”. Las procesiones, novenas y rogativas, asociadas al clima y a los cultivos, a la diaria incertidumbre de las cosechas y a la historia milenaria del pueblecito y sus gentes.

Entre las penurias diarias y tener lo indispensable para la subsistencia, en el pueblo donde nací y pasé mi infancia, se vivía la vida católica que impregnaba cada instante con la religiosidad sencilla, serena y sentida de los primeros cristianos. Dios estaba en cada calle, plazuela, senda y camino, arroyo o regato, cárcava y tierra de labor que componían el paisaje del pueblo.

Se rezaba al comenzar la escuela y al terminar de tarde, y hacer la visita al Señor en la iglesia, guiados por el maestro y las catequistas. En este ambiente, comencé la escuela de chicos a los seis años y, también, me hice monaguillo; de alguna forma ambos aspectos estaban muy ligados y formaban parte de la vida infantil.

Radicado en esta historia personal de encuentro y con la confianza que me da saberme llamado y, por lo tanto, convocado a participar de la bella e inimaginable aventura de la vida cristiana, dedicada a Dios y a los niños y jóvenes en la educación, no obstante mi realidad personal, hoy quiero dar gracias.

Gracias por las mediaciones que han hecho posible la respuesta al llamado, es decir, a prolongar la mirada misericordiosa del Señor sobre los seres humanos, a trabajar para humanizar la porción del mundo en la que me muevo a diario. Gracias, a las muchas personas que me acompañaron a diario en el arduo sendero de la educación, a quienes son amigos, a quienes me aconsejaron y corrigieron.

Gracias, a los ausentes, pero a la vez tan íntimos y cercanos, que está ahora más allá del tiempo y a la derecha de Dios.

Permíteme, Señor, que exprese en voz alta lo que tú ya sabes pero que hoy quiero decirte de nuevo: deseo cumplir lo que prometí, deseo vivir la gratuidad de tu amistad que sigue contando conmigo.

Pero soy hombre, débil y frágil y, por ello, déjame arrepentirme de mis desvíos y deficiencias. Cúrame, Señor, las heridas del egoísmo y de la autosuficiencia; camina a mi lado, llévame de la mano, mantén mi corazón tierno y mis ojos compasivos.

En esta fecha sublimamos las emociones y damos rienda suelta a la sensibilidad. Hoy, como decía san Agustín, “saltan chispas del corazón de los amigos, expresadas en el rostro, en la lengua, en los ojos, en mil gestos de ternura”. Con el corazón restallante de gozo y gratitud, y enriquecidas la mente y el alma con la medida evangélica abundante, remecida, colmada y rebosante, miro el camino recorrido y doy gracias, miro hacia el horizonte y pido fuerza para seguir andando.

El futuro es siempre, un futuro de esperanza. Esta es una fecha colmada de razones para vivir.

Hermanos y amigos: vosotros entendéis el lenguaje del corazón.

Hno. José María de la Fuente Fernández


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